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jueves, 7 de marzo de 2013

Don Francisco Giner de los Ríos (Antonio Machado)

Por Antonio MACHADO

«Los párvulos aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro querido. Cuando aparecía
don Francisco, corríamos a él con infantil algazara y lo llevábamos en volandas hasta la puerta
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de la clase. Hoy, al tener noticia de su muerte, he recordado al maestro de hace treinta años. Yo era
entonces un niño, él tenía ya la barba y el cabello blanco.
En su clase de párvulos, como en su cátedra universitaria, don Francisco se sentaba siempre entre
sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres
que congregaba el maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era socrático: el diálogo sencillo
y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos –de los hombres o de los niños– para que la ciencia
fuese pensada, vivida por ellos mismos. Muchos profesores piensan haber dicho bastante contra la
enseñanza rutinaria y dogmática, recomendando a sus alumnos que no aprendan las palabras sino los
conceptos de textos o conferencias. Ignoran que hay muy poca diferencia entre aprender palabras y
recitar conceptos. Son dos operaciones igualmente mecánicas. Lo que importa es aprender a pensar,
a utilizar nuestros propios sesos para el uso a que están por naturaleza destinados y a calcar fielmente
la línea sinuosa y siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner
mañana el sello de nuestra alma en nuestra obra.
Don Francisco Giner no creía que la ciencia es el fruto del árbol paradisíaco,
el fruto colgado de una alta rama, maduro y dorado, en espera
de una mano atrevida y codiciosa, sino una semilla que ha de germinar
y florecer y madurar en las almas. Porque pensaba así hizo tantos maestros
como discípulos tuvo.
Detestaba don Francisco Giner todo lo aparatoso, lo decorativo, lo
solemne, lo ritual, el inerte y pintado caparazón que acompaña a las
cosas del espíritu y que acaba siempre por ahogarlas. Cuando veía
aparecer en sus clases del doctorado –él tenía una pupila de lince para
conocer a las gentes– a esos estudiantones hueros, que van a las aulas
sin vocación alguna, pero ávidos de obtener a fin de año un papelito
con una nota, para canjearlo más tarde por un diploma en papel vitela,
sentía una profunda tristeza, una amargura que rara vez disimulaba.
Llegaba hasta a rogar les que se marchasen, que tomasen el programa
H el texto B para que, a fin de curso, el señor X los examinase. Sabido
es que el maestro no examinaba nunca. Era don Francisco Giner un
hombre incapaz de mentir e incapaz de callar la verdad; pero su espíritu fino, delicado, no podía
adoptar la forma tosca y violenta de la franqueza catalana, derivaba necesariamente hacia la ironía,
una ironía desconcertante y cáustica, con la cual no pretendía nunca herir o denigrar a su prójimo,
sino mejorarle. Como todos los grandes andaluces, era don Francisco la viva antítesis del andaluz de
pandereta, del andaluz mueble, jactancioso, hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena.
Carecía de vanidades, pero no de orgullo; convencido de ser, desdeñaba el aparentar. Era sencillo, austero
hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas cabales. Era un místico, pero
no contemplativo ni extático, sino laborioso y activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de
Iñigo de Loyola; pero él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor. Toda la España viva,
joven y fecunda acabó por agruparse en torno al imán invisible de aquél alma tan fuerte y tan pura.
... Y hace unos días se nos marchó, no sabemos adónde. Yo pienso que se fue hacia la luz. Jamás creeré
en su muerte. Sólo pasan para siempre los muertos y las sombras, los que no vivían la propia vida. Yo
creo que sólo mueren definitivamente –perdonadme esta fe un tanto herética–, sin salvación posible,
los malvados y los farsantes, esos hombres de presa que llamamos caciques, esos repugnantes cucañistas que se dicen políticos, los histriones de todos los escenarios, los fariseos de todos los cultos, y
que muchos, cuyas estatuas de bronce enmohece el tiempo, han muerto aquí y, probablemente, allá,
aunque sus nombres se conserven escritos en pedestales marmóreos.
Bien harán, amigos y discípulos del maestro inmortal, en llevar su cuerpo a los montes del Guadarrama.
Su cuerpo casto y noble merece bien el salmo del viento en los pinares, el olor de las hierbas
montaraces, la gracia alada de las mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo
las estrellas, en el corazón de la tierra española reposarán un día los huesos del maestro. Su alma
vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra a los talleres, las moradas del pensamiento y del
trabajo».

De «Idea Nueva». Baeza, 23 de febrero de 1915
Boletín de la Institución Libre de la Enseñanza, número 664, Madrid,

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